«SOLO SÉ QUE NO SÉ NADA»

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Juan está totalmente convencido de que para ir de Madrid a Barcelona ha de tomar la A6. A pesar de que algunas personas de su entorno le advierten de que no es la A6 sino la A2 la autovía que ha de coger, Juan hace caso omiso de sus recomendaciones y no altera su ruta. Así que, sin dudar un solo instante, comienza su recorrido por la autovía que le conducirá no a Barcelona, sino a La Coruña.

Por otro lado, Carlos también desea hacer el mismo viaje, pero desconoce cuál de todas las autovías que salen de Madrid debe coger para llegar a Barcelona, así que decide seguir las indicaciones de su GPS y emprende su camino por la autovía A2.

¿Quién llegará antes a su destino? ¿El que no sabe cómo llegar pero, al estar seguro de que sí sabe, se aferra a su decisión poco acertada, o el que sabe que no tiene ni idea y contempla todas las posibles opciones?

La diferencia entre el ignorante y el sabio radica en que el ignorante no sabe pero cree que sabe y el sabio sabe que no sabe. El ignorante se empecina en que todo “debe ser” según su rígida perspectiva de las cosas. El sabio, sin embargo, se siente en armonía con él mismo y con todo lo que le rodea porque sabe que las cosas en sí mismas ya son como tienen que ser, aunque muchas veces no le gusten o no comprenda por qué y para qué suceden.

La acción del ignorante, ante algo que pretende cambiar, suele ser poco efectiva porque surge del rechazo y de la lucha, mientras que la del sabio es constructiva porque proviene de la paz y de la aceptación.

La ausencia de humildad del ignorante le lleva a creer que la experiencia que le dan sus escasos años de vida sobre este planeta es más que suficiente para saber cómo tendría que funcionar el mundo: sin injusticias, sin guerras, sin desastres naturales, sin violencia, sin pobreza, sin enfermedad, sin muerte, etc, etc. También cree saber lo que debería hacer, ser o tener para ser feliz y, por supuesto, cómo tendrían que ser los demás y de qué manera deberían comportarse. Está convencido de que si dejaran el mundo en sus manos todo iría mejor, porque el universo con sus miles de millones de años de existencia no tiene ni idea de cómo deben funcionar las cosas, pero él sí.

Una muestra de dicha arrogancia es el argumento que esgrimen algunos a la hora de negar la existencia de cualquier Ser Creador, Fuente, Energía Cósmica, Consciencia Universal o como queramos llamarle, aseguran que si existiera, no permitiría que sucediesen determinadas cosas que, según ellos, no deberían ocurrir. Esto es lo mismo que pensar que si existiera algún ser superior organizaría el universo de la misma manera que lo harían ellos, es decir, de la manera correcta.

El ignorante siempre quiere tener razón e imponer sus creencias que asume como ciertas solo por el hecho de que es él quien las piensa. A pesar de que la realidad le demuestra que esas creencias, lejos de servirle para ser feliz, le generan un gran sufrimiento, no las cuestiona. Continúa circulando por la A6 para llegar a Barcelona, aunque la autovía esté repleta de señales que le indican que ese no es el camino correcto.

Y no solo no contempla la posibilidad de estar equivocado, sino que además defiende sus creencias con uñas y dientes (algunos incluso son capaces de matar por ellas), porque las considera parte de su identidad y porque le proporcionan una falsa sensación de seguridad. Le asusta imaginar qué sería de él si se desprendiera de esas verdades absolutas que dirigen su vida y con las que se identifica.

Darnos cuenta de que ninguna creencia es una verdad absoluta sino tan solo una opinión o punto de vista susceptible de ser cambiado, nos lleva a la famosa conclusión de Sócrates: “SÓLO SÉ QUE NO SÉ NADA”, o lo que es lo mismo: “Ignoro por qué la vida es como es”, “No sé cómo deberían ser las cosas”, “Desconozco por qué estoy en este mundo”, “No tengo ni idea de cómo ser feliz” y “No sé, ni siquiera, qué es la felicidad”. Esto despierta en nuestro interior un estado de desencanto que no procede de no conseguir lo que deseamos o de querer más, sino de no saber lo que queremos.

Al principio es natural que ese estado nos resulte desconcertante, doloroso y aterrador, puesto que soltar las viejas creencias nos deja sin referencias y hace que nos sintamos vacíos, perdidos e inseguros, es como si de repente desapareciera el suelo sobre el que hemos estado pisando durante muchos años.

Sin embargo, será precisamente ese desencanto el que nos permitirá conectar con la sabiduría que habita en nosotros, descubrir las infinitas posibilidades que no percibíamos desde nuestro antiguo prisma, reconocer la abundancia de una vida perfectamente imperfecta, fluir con la existencia, aceptarnos a nosotros y a los demás, experimentar una alegría no condicionada a nada externo y confiar en la vida aunque a menudo no la entendamos.

Ser abiertos de mente, dudar de nuestras creencias y ser conscientes de nuestra propia ignorancia nos conduce a la sabiduría innata que todos atesoramos dentro. Sabiduría entendida no como el conocimiento que adquirimos del exterior y que hace al ser humano culto, sino como la serenidad que nace del interior y que convierte al hombre en sabio.

LA APERTURA MENTAL


APERTURA MENTAL
La apertura mental es la capacidad para cuestionar nuestros propios pensamientos irracionales
con el fin de cambiarlos por otros más racionales, que nos ayuden a conseguir nuestros objetivos y propósitos en la vida. No tener desarrollada dicha capacidad dificulta seriamente el camino hacia la felicidad.

En general, el ser humano tiende a rechazar las ideas contrarias a las suyas porque está seguro de que no hay más que una sola opinión correcta: la propia. Esa convicción le lleva a defender con uñas y dientes sus ideas, aunque existan evidencias en contra de ellas y boicoteen su felicidad.

Me viene a la memoria el caso de Víctor, un compañero del colegio que desde muy pequeño tuvo claro que quería someterse a una operación de cambio de sexo. Siendo todavía adolescente comenzó su transformación física (hormonas, implantes mamarios…), al cabo de poco tiempo sus padres, que nunca estuvieron de acuerdo con esta decisión, le echaron de casa. Actualmente debe tener cuarenta años y hasta donde yo sé, lo padres siguen sin querer tener relación con él.

Supongo que los padres de Víctor debieron sufrir mucho cuando tomaron la decisión de apartarse de su hijo y que todavía hoy en día deben estar sufriendo por la situación. Para ellos el hecho de que su hijo fuese transexual suponía algo completamente terrible, dramático e insoportable. Esta evaluación exageradamente negativa de la transexualidad es el resultado de un pensamiento rígido basado en exigencias: “Es horrible que mi hijo quiera cambiar de sexo, no debería hacerlo, es algo catastrófico. Las cosas deberían suceder como yo quiero, lo que pretende hacer mi hijo es intolerable, no lo puedo soportar…”

Creencias irracionales como estas generan emociones negativas totalmente disfuncionales e insanas como rabia, ira, ansiedad, depresión… Esas emociones hacen que tomemos decisiones poco acertadas (castigar a los que queremos apartándonos de ellos no es la mejor manera de arreglar las cosas), es decir, que acabamos matando moscas a cañonazos.

Los padres de Víctor, hubiesen encontrado soluciones más adecuadas si hubieran flexibilizado su manera de pensar y hubieran transformado sus exigencias en preferencias: “No me gusta que mi hijo sea transexual, pero tampoco es tan grave, eso no le quita valor como persona. Preferiría que no se sometiera a esa operación, pero si lo hacer podré soportarlo, no es el fin del mundo, hay cosas muchísimo peores…” De esas preferencias se derivarían emociones también negativas, pero más funcionales y saludables como enfado, decepción, tristeza, disgusto…

Lamentablemente, los padres de Víctor, carentes de apertura mental, se negaron a flexibilizar las ideas que tenían respecto al cambio de sexo de su hijo y prefirieron seguir considerando la transexualidad como algo terrible y espantoso, aunque eso conllevara no volver a tener contacto con su hijo y sufrir innecesariamente.

Si cuestionáramos nuestras creencias irracionales con el mismo ahínco con el que las defendemos, conseguiríamos ser personas más racionales, lógicas y felices.